Desde lo alto de una escarpada colina, Harrison, sentado sobre una roca, podía ver, a intervalos, por entre los árboles, a la persona que se acercaba corriendo. No se veía ni se oía aún a los perseguidores. Las empinadas laderas del macizo central surgían abruptamente de la planicie solamente a seis kilómetros de distancia. Harinosa adivinaba el pensamiento del desconocido: la esperanza de que, una vez entre las pendientes laderas y barrancos, de exuberante vegetación, que llegaban hasta la meseta, sería posible escapar de los perseguidores.Si hubiera sido un hombre aficionado a las apuestas o si hubiera tenido allí a alguien con quien apostar hubiera apostado contra el corredor. Muy pocas veces escapaba nadie de los perseguidores, excepto, naturalmente, los que, como él, tenían facultades especiales. Harrison no estaba particularmente interesado en el resultado de esta persecución. Sentía, quizá, un poco de simpatía por el perseguido, pero en realidad sería mejor que este individuo fuera alcanzado y capturado. Si escapaba, organizarían la búsqueda Y volverían por aquellos parajes
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