El inspector de policía Ochumélov, con su ca-pote nuevo y un hatillo en la mano, cruza la plazadel mercado. Tras él camina un municipal pelirrojocon un cedazo lleno de grosellas decomisadas. Entorno reina el silencio... En la plaza no hay ni unalma... Las puertas abiertas de las tiendas y tabernasmiran el mundo melancólicamente, como fauceshambrientas; en sus inmediaciones no hay ni siquie-ra mendigos.-¿A quién muerdes, maldito? - oye de prontoOchumélov -. ¡No lo dejéis salir, muchachos! ¡Aho-ra no está permitido morder! ¡Sujétalo! ¡Ah... ah!Se oye el chillido de un perro. Ochumélov vuel-ve la vista y ve que del almacén de leña de Pichu-guin, saltando sobre tres patas y mirando a un ladoy a otro, sale corriendo un chucho
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