Bajo la cinta de plata de la mañana, y sobre el reflejoazul del mar, el bote llegó a la costa de Harwich ysoltó, como enjambre de moscas, un montón de gen-te, entre la cual ni se distinguía ni deseaba hacersenotable el hombre cuyos pasos vamos a seguir.No; nada en él era extraordinario, salvo el ligerocontraste entre su alegre y festivo traje y la seriedadoficial que había en su rostro. Vestía un chaqué grispálido, un chaleco, y llevaba sombrero de paja conuna cinta casi azul. Su rostro, delgado, resultaba tri-gueño, y se prolongaba en una barba negra y cortaque le daba un aire español y hacía echar de menos lagorguera isabelina. Fumaba un cigarrillo con parsi-monia de hombre desocupado. Nada hacia presumirque aquel chaqué claro ocultaba una pistola cargada,que en aquel chaleco blanco iba una tarjeta de poli-cía, que aquel sombrero de paja encubría una de lascabezas más potentes de Europa. Porque aquel hom-bre era nada menos que Valentin, jefe de la policíaparisiense, y el más famoso investigador del mundo.Venía de Bruselas a Londres para hacer la captura máscomentada del siglo
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