La noche soplaba en el escaso pasto del páramo. No había ningún otro movimiento. Desde hacía años, en el casco del cielo, inmenso y tenebroso, no volaba ningún pájaro. Tiempo atrás, se habían desmoronado algunos pedruscos convirtiéndose en polvo. Ahora, sólo la noche temblaba en el alma de los dos hombres, encorvados en el desierto, junto a la hoguera solitaria; la oscuridad les latía calladamente en las venas, les golpeaba silenciosamente en las muñecas y en las sienes. Las luces del fuego subían y bajaban por los rostros despavoridos y se volcaban en los ojos como jirones anaranjados. Cada uno de los hombres espiaba la respiración débil y fría y los parpadeos de lagarto del otro. Al fin, uno de ellos atizó el fuego con la espada. ?¡No, idiota, nos delatarás! ?¡Qué importa! ?dijo el otro hombre?. El dragón puede olernos a kilómetros de distancia. Dios, hace frío. Quisiera estar en el castillo. ?Es la muerte, no el sueño, lo que buscamos... ?¿Por qué? ¿Por qué? ¡El dragón nunca entra en el pueblo!
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