Durante esa noche, pocos fueron los que vieron aquel haz de luz que descendía sobre la ciudad de Berlín.Unos de esos pocos fue Klauss Becker, quien regresaba de su turno en la fábrica de tuercas dondetrabajaba, viéndolo pasar por sobre su cabeza a no mucha altura, según su prematura e imprevistaobservación.—¡Glup! ¡Un disco volador! —alcanzó a exclamar antes de quedar paralizado por la impresión.El disco volador se alejaba dejando una tenue estela por entre la densa bruma del atardecer. Suvelocidad era inferior a la del sonido y sólo era perceptible un leve zumbido.Y, antes que Becker pudiera decir algo más, el esbelto ingenio volante se perdía en el horizontecercenado por los modernos rascacielos de hormigón, acero y cristal, signos inequívocos de una florecienteeconomía y desarrollo urbano. Becker sintió que los pies se le congelaban. No obstante, la noche era secay calurosa.—¡He visto un disco volador! —repitió Becker, una y otra vez.
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