—No es más que un pobre hombre, solo y abandonado — dijo Fitz Linkhorn el más comprensivo de ellos—, la muerte de su mujer lo dejó un poco turulato.
—Es el espíritu de la contradicción — dijo de él el menos comprensivo —. Si cae al río y se ahoga, flotará contra la corriente.
Porque lo que había amargado a Fitz no tenía nombre. Tenía la sensación de que cada día, al despertar, le tendían un lazo y que cada noche el sueño que le acometía era una nueva trampa. La sensación, en fin, de que era engañado, de que no jugaban limpio con él. Nadie supo por qué o por quién
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