Merece recordarse, por lo extraña, la gestión que hizo esta mañana la señora Highmore: vino a pedirme que escribiera una nota crítica sobre su próxima gran obra. Sus grandes obras han aparecido con tanta frecuencia sin mi protección, que yo tenía harto derecho de mostrarme extrañado, pero me sorprendieron sobre todo las explicaciones en que fundaba su pedido, y lo que me induce a escribir estas páginas son las reminiscencias que sus explicaciones despertaron en mí. Mientras hablábamos, el pobre Ray Limbert parecía estar sentado entre nosotros: la señora Highmore recordó que mi vínculo con él había comenzado hacía dieciocho años, cuando ella vino antes de almorzar a mi casa, tal como hoy, para pedirme que lo ayudara. Si no sabía entonces cuán poco vale mi protección, ahora lo sabe, por lo menos, y esto da precisamente tanta comicidad a su visita. Mientras me detengo en aquellos años borrosos -es decir, mientras sumo la columna de mis reminiscencias con pluma vacilante- advierto que estas dos ocasiones circundan la fama de Limbert, o al menos mi pequeña apreciación de su fama. Hoy, al pie de la última página, con una viñeta moralizadora, la señora Highmore parecía ponerle fin. Ha repetido a menudo la palabra -no en vano es "una de las más fecundas novelistas de nuestro tiempo"-, pero nunca, me atrevo a decirlo, a despecho de su dominio profesional de la emoción adecuada, con igual sentido del misterio y de la tristeza de las cosas que las personas con imaginación asignan a las historias humanas definitivamente caducas. Sea como fuere, su primero y su último pedido abre y cierra la historia de Ray Limbert. Y cuando sus melancólicas imágenes recibieron la luz menguante de nuestra media hora de charla, me prometí, mientras aquella luz durase, recobrar en parte su delicada ternura para extraer con breve paciencia la perpleja lección
Disponible también para ver online en HTML. Una vez en la página clicar en: VER HTML - Descargar PDF.
Para ver más información debes estar identificado / registrado.