Mientras ejercía de cenobita en el convento fui descubriendo mi sexualidad. Nunca hasta entonces había aceptado que ciertas turbaciones podían achacarse a otras causas que no fuesen los ayunos, los cilicios y sacrificios, que cotidianamente practicábamos en la comunidad. Desde siempre, tocarme la vulva e incluso mirármela lo consideraba como algo sucio, impropio de una señorita educada en el seno de una familia conservadora franquista. No sabía nada del clítoris ni donde estaba ubicado y la menstruación no pasaba de ser una mancha maloliente cuya periódica aparición debía permanecer en secreto por su carácter impuro; aunque, ¡eso sí!, cada mes su presencia resultaba ser un marchamo de garantía. Ahí, mi madre, sí que hizo hincapié con todos los horrores del mundo si cualquier hombre osaba tocarme. Una chica que ella conocía se desangró. Entonces, pensé, que su novio, marido o amante la había acuchillado. Por cierto yo también creí que me moría cuando tuve la primera regla y la sangre me corría por las piernas abajo. Para mí, los genitales eran un arcano. Más todavía, si cabe, los masculinos que nunca había visto en su estado adulto
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