Me detuve frente a una tienda, en la que había un pequeño cartel de madera colgadode un arpón de hierro forjado que sobresalía de la desgastada pared de piedra. En él seleía la palabra Antikvariat escrita en delgadas letras doradas contra la opaca superficienegra. El cartel crujía al balancearse bajo el viento nocturno. Debajo, una reja de metalcubría un polvoriento escaparate en el que se exhibían aguafuertes amarillentos,grabados en madera, litografías y un grabado mediatinta. Algunos de los edificiosrepresentados me resultaban conocidos, aunque se encontraban en campo abierto osobre colinas que daban a un puerto abarrotado de veleros. Las mujeres de las láminasllevaban grandes faldas acampanadas, papalinas con cintas y minúsculas sombrillas. Alfondo, caballos de primorosas patas hacían cabriolas delante de unos carruajes.Sin embargo, no eran los grabados lo que suscitaba mi interés, ni siquiera el pesadomarco dorado que rodeaba un empañado espejo en uno de los lados, sino el hombre cuyafigura estudiaba en el vidrio amarillento: un hombre moreno que usaba una trinchera grisceñida en la cintura, quince centímetros más larga que la correspondiente a su talla.Permanecía con las manos profundamente hundidas en los bolsillos y tenía la vista fija enuna ventana oscura, a unos quince metros de distancia de donde yo me encontraba.Me había estado siguiendo durante todo el día.
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