Harry Bosch comenzó a oír la música mientras conducía por Mulholland Drive en dirección al paso de Cahuenga. La melodía le llegaba en forma de secuencias errantes de trompa y fragmentos de cuerda que resonaban entre las colinas pardas, secas por el sol del verano, y se confundían con el ruido del tráfico procedente de la autopista de Hollywood. Bosch no acababa de reconocer la música; sólo sabía que avanzaba hacia su punto de origen. Harry aminoró al avistar los vehículos —dos sedanes de la brigada de detectives y un coche patrulla— en una pequeña desviación con el firme de grava. Tras aparcar detrás de ellos, salió de su Caprice y miró a su alrededor. Un solitario agente de uniforme montaba guardia apoyado contra el guardabarros del coche patrulla, a cuyo retrovisor lateral se había atado la clásica cinta amarilla para marcar la escena del crimen, que en Los Ángeles se emplea por kilómetros. La cinta atravesaba la carretera y colgaba de un cartel blanco, en el que las pintadas hacían casi ilegibles las siguientes palabras:
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