El capitán Kaydin —Robert de nombre y Bob para los íntimos—, se encontraba en un grave apuro.
Kaydin estaba parapetado tras aquella roca rojiza, en la desolada superficie del asteroide desierto al que su mala suerte le había ido a llevar, muy en contra de su voluntad.
En la mano tenía una pistola solar. Podía fundir una astronave de un disparo... pero sólo le quedaba uno. El indicativo de carga del arma era sobradamente claro al respecto.
La estrella que alumbraba al asteroide daba mucho calor, pero poca luz. Y sin luz suficiente, la pistola solar no se podía recargar. Bueno, sí, pero ello tardaría horas enteras, en lugar de un par de minutos como sucedía en parajes alumbrados por una estrella tipo sol Tierra.
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