Junto a la puerta se apretujaban los cansados viajeros, casi todos ellos de pie yapoyados contra las paredes, pues las escasas sillas de plástico ya llevabanmucho tiempo ocupadas. Todos los aparatos que iban y venían transportaban porlo menos cien pasajeros, y sin embargo sólo había sillas para unas pocasdocenas.Al parecer, había mil esperando el vuelo de las siete de la tarde con destino aMiami. Iban todos muy abrigados y tremendamente cargados, y tras haberluchado a brazo partido contra el tráfico, el mostrador de embarque y lasmultitudes del vestíbulo, parecían más bien apagados. Era el martes anterior alDía de Acción de Gracias, la jornada más ajetreada del año en viajes aéreos y,mientras se abrían paso a codazos en medio de las apreturas para congregarse enla puerta, muchos de ellos se preguntaban, y no por primera vez, por quédemonios habrían elegido justo aquel día para tomar un avión.Las razones eran muy variadas e irrelevantes en aquel momento. Algunosprocuraban sonreír. Otros intentaban leer, pero la aglomeración y el ruido se loimpedían.Otros se limitaban a mirar el suelo y a esperar. Cerca, un escuálido Papá Noelnegro hacía repicar una molesta campana y entonaba unos monótonos saludosde vacaciones
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