Nicolás Ilich Beliayev, rico propietario dePertersburgo, aficionado a las carreras de caballos,joven aún -treinta y dos años-, grueso, de mejillassonrosadas, contento de sí mismo, se encaminó, yaanochecido, a casa de Olga Ivanovna Irnina, con laque vivía, o, como decía él, arrastraba una larga ytediosa novela. En efecto: las primeras páginas,llenas de vida e interés, habían sido saboreadas,hacía mucho tiempo, y las que las seguíansucedíanse sin interrupción, monótonas y grises.Olga Ivanovna no estaba en casa, y Beliayev pasóal salón y se tendió en el canapé.-¡Buenas noches, Nicolás Ilich! -le dijo una vozinfantil-. Mamá vendrá en seguida. Ha ido conSonia a casa de la modista.Al oír aquella voz, advirtió Beliayev que en unángulo de la estancia estaba tendido en un sofá elhijo de su querida, Alecha, un chiquillo de ochoaños, esbelto, muy elegantito con su traje deterciopelo y sus medias negras.
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